Se le supone un general del emperador Trajano llamado Plácido, idólatra pero muy caritativo, que un día que andaba de caza por los alrededores de Tívoli persiguió a un ciervo que al verse acosado se volvió hacia él mostrando una cruz luminosa entre las astas (algo semejante se cuenta de San Huberto).
Plácido se convierte junto con su esposa y sus dos hijos, y cambia de nombre por el de Eustaquio, pero el descubrimiento de la fe va unido a un alud de desgracias que se abaten sobre la familia: pierden todas sus riquezas, tienen que salir de Roma, los esposos se ven separados en dramáticas circunstancias y en antiguo general da por muertos a sus hijos.
Tras aceptar la voluntad de Dios, vive dedicado a humildes quehaceres hasta que tiempo después el emperador le reclama para ponerle al frente de su ejército con el que consigue dos grandes victorias: una, militar, la otra personal: se reencuentra con toda su familia que estaba a salvo. Roma le recibe en apoteosis, pero al negarse a quemar incienso ante los dioses, San Eustaquio y los suyos sufren martirio y perecen. Lo que empezó por la práctica de una virtud natural conduce a un torbellino en el que habrá que darlo todo por lo que se cree.
Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol