Publicano, recaudador de contribuciones, mal visto, réprobo entre los suyos que le equiparaban en bajeza a las meretrices. Así era Leví, hasta que Jesús, al pasar frente a su mostrador donde se alineaban las monedas de los tributos, le dice: «Sígueme». Y él lo deja todo, dinero, oficio, vida, para hacer lo que se le acaba de mandar. Ya no se llamará Leví, sino Mateo, que significa don de Dios.
Mateo será, primero, un apóstol oscuro entre los demás, de los que parece que nunca hablan, que no piden, que no protestan, que no tiene iniciativas. Escucha al Maestro, le sigue, pero no destaca por nada. Un hombre más en el colegio apostólico, sin realce ninguno. Luego, Mateo será el primer evangelista, el primero en reunir dichos y hechos del Señor muy poco después de su muerte para los hermanos que no le conocieron.
Su escritura es de estilo sobrio, ordenado, bien medido, como un hombre que pesa monedas y palabras y que sabe que no hay que malgastarlas vanamente. Un cronista minucioso que escribe en la misma lengua que usaba Jesús, el arameo, aunque sólo nos haya llegado su traducción griega, que levanta acta pegándose a las mismas palabras que había oído, respetuoso al máximo con todo aquello de los que había sido testigo privilegiado. San Mateo se convierte en el eco fiel de la Encarnación y de la Redención.
Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.