23 de septiembre. San Pío de Pietrelcina (1887-1968)

«Sólo soy un humilde fraile que ora», decía de sí mismo el religioso capuchino de Pietrelcina, ese pueblo sencillo de la Campania de una vieja Italia que ya no volverá. Un fraile que rezaba y que, a tenor de su rostro concentrado en sí mismo y enternecedor con los demás, se iba llenando de la presencia anhelada por su oración.

«Rezo y no me preocupo. Porque la preocupación es inútil. Dios es misericordioso y escuchará mi oración». Mientras, brotaba en las palmas de las manos, en el costado y en los pies, la misma semilla ensangrentada de su Señor. El fraile que sólo rezaba hizo brotar un río de misericordia entre las peñas ásperas de su pueblo; entre los corazones de sus vecinos; entre la envidia pastoral de otros sacerdotes de la comarca, que veían cómo el Padre Pío reconfortaba a toda una Iglesia. Y ese río omnisciente de misericordia se convirtió después en riada de hombres que asomaban a un templo y que hacían cola ante su oscuro confesionario, que era ventana abierta a la esperanza y a la fe.

El fraile que «sólo oraba» enjugó con sus heridas imposibles todas aquellas lágrimas que caían de los asombrados penitentes; las lágrimas que caían tras la recompensa de pena y ceniza con la que el Demonio había pagado sus caídas, y la alegría imprevista por ver reflejarse en ese pequeño fraile, San Pío, el rostro inconfundible del Salvador.

Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.

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