La suya es una historia impresionante de larguísimos años de penitencia, ejemplo, dirección espiritual y lucha por la ortodoxia amenazada por los herejes. Al dominio de sí mismo y a la renuncia al mundo se unió así, en los tiempos finales, la intransigencia heroica y batalladora por la fe.
Capadocio de Asia Menor, Sabas, de muy joven, decidió alejarse a Palestina para hacer vida ascética y solitaria. En 478 construyó y fundó un monasterio, Mar-Saba, en el desierto de Judea que separa Jerusalén del Mar Muerto, aún ocupado y reliquia de los primeros siglos de la Iglesia. Su bárbara tosquedad armoniza con la aspereza y desolación de un paisaje inhumano. Allí, se convirtió en el maestro y modelos de los eremitas de la región, y su nombre fue el más venerado e ilustre de aquellas tierras.
En su última estancia en Constantinopla, San Sabas, ya nonagenario, pretende que Justiniano le reciba para urgirle que defendiera el cristianismo en toda su pureza. El emperador le escucha, atiende sus razones y antes de que se vaya quiere darle dinero, que el eremita, como era de esperar, rechaza porque dice no necesitarlo. Entonces Justiniano pide su bendición, que desciende sobre la cabeza imperial con el añadido de una propina profética que le anuncia conquistas en África, Italia y España. Como quien regala un sueño de poder efímero, mientras él vuelve a su caverna para esperar la muerte.
Fuente: La casa d ¡e los Satos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.