Hijo de un magistrado, buen conocedor del Derecho y la Administración, gobernador de las provincias del norte, todo inclinaba a Ambrosio hacia la virtud cardinal de la justicia. Pero en Milán es elegido obispo por aclamación y a viva fuerza, y su idea de lo justo se verá corregida por una ley superior.
Como obispo y consejero de emperadores, defiende la fe con una energía inflexible ante paganos y herejes, salvaguarda los derechos de la Iglesia ante intromisiones del poder y se enfrenta al emperador Teodosio exigiéndole penitencia pública por la bárbara matanza de Tesalónica antes de admitirle en el templo. Pero es también un enamorado de los pobres hasta vaciar sus arcas una y otra vez, compasivo y tierno hasta el llanto con los pecadores que iban a reconciliarse con Dios y eficaz convertidor de almas como la de San Agustín.
La Iglesia ha hecho de San Ambrosio uno de los cuatro grandes doctores de Occidente, con Agustín, Jerónimo y Gregorio el Grande, pero por profundas que sean sus enseñanzas y su saber, la biblioteca milanesa aún le debe su nombre, su figura sigue siendo la de un maestro de la caridad, un pastor que administra justicia y misericordia con un equilibrio evangélico. Al morir, nos dejó una confesión memorable: «No tengo miedo a morir porque tenemos un Señor bueno».
Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.