El dogma fue proclamado por Pío IX el 8 de diciembre de 1854, pero los cristianos no habían esperado la solemne definición para tener la certeza de que Dios había eximido de toda mancha a su Madre haciéndola desde su concepción purísima y, en palabras del arcángel al dirigirle el primer saludo «llena de gracia», rebosante de los dones del Altísimo.
Mientras los teólogos discutían, los artistas, sobre todo españoles, Murillo, Zurbarán, Ribera, Valdés Leal, Velázquez, pero también fuera de España, Rubens, Tiepolo, ponen ante los ojos la imagen simbólica de la Inmaculada: túnica blanca y manto azul, coronada por doce estrellas, pisando con dominio la media luna y la serpiente sobre un fondo teatral de cielo y nubes. Los poetas no le van a la zaga, por ejemplo Cristóbal de Virués: «Una doncella de perfección hermosa, de claro sol vestida y adornada».
Este singular privilegio mariano está en el calendario como abriendo el ciclo de la Navidad en pleno adviento. La Purísima se adelanta en este tiempo de diciembre como un signo maternal de la humana santidad que cabe en nuestra historia y precede a la fiesta de la primera mujer, Eva, el día diecinueve, de la que es sublimación y contrafigura. Eva es la pecadora madre de los vivientes, y la Virgen es la madre según el nuevo nacimiento por la gracia, del mismo linaje, pero hecha luz en medio de las contradicciones del mundo.
Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.