En los Hechos de los apóstoles, única fuente conocida, Esteban se nos aparece como activo, arrebatado y sin temores; cumple su misión de diácono entre los judíos de lengua griega (debía de serlo él), predica desafiantemente la verdad y exacerba las pasiones sólo con proclamarla. Su largo discurso, que San Lucas debió de conocer gracias a San Pablo, quien formaba parte del tribunal, es todo un reto.
Pero en su muerte no hay ningún alarde, el hombre que inauguraba el martirologio no hace teatro, «su rostro es como el de un ángel», sólo piensa que a sus lapidadores no se les impute el crimen. Y guardando la ropa de aquella jauría furiosa, que se había desembarazado de sus mantos y túnicas para tener más libertad de movimientos, para sentirse más cómodos matando, está el joven Saulo, que colabora de esta manera en castigar al blasfemo. «Saulo aprobaba su muerte» (la Escritura no es blanda con nadie, ni con los grandes apóstoles).
Por Saulo, futuro perseguidor de la Iglesia, también ha pedido Esteban antes de morir, y quién duda que la plegaria de un mártir tienen fuerza incontenible; hubiesen podido convertirse algunos de los feroces judíos que le apedreaban, pero el Espíritu Santo eligió al ayudante de los verdugos, y la sangre de San Esteban dio como fruto la conversión del que luego sería San Pablo.
Fuente: La casa de los Santos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.