Lo anecdótico de la vida de este santo es que no quiso ser papa, por eso, se le representa con un crucifijo en la mano y a sus pies la tiara pontificia. Felipe era florentino, estudió medicina en París, y a su regreso en Florencia en el año 1254 ingresó en la orden de los servitas, especialmente consagrada al culto de la Virgen. Fue superior general de su orden y adquirió notoriedad como predicador en Francia, Alemania y Países Bajos, contribuyendo a aumentar la devoción a Nuestra Señora. También intervino en el Concilio de Lyon (1274).
Cuando se lo propusieron se negó con la máxima obstinación a ser Arzobispo de Florencia. Mas aún, a la muerte de Clemente IV querían elegirle papa, ante lo cual, horrorizado, se apresuró a esconderse, consiguiendo evitar lo que consideraba una catástrofe para él. Quizá por obediencia hubiese tenido que aceptar, no lo sabemos, el caso es que Felipe escuchó a su voz interior y se negó al servicio que la Iglesia le solicitaba.
¿Humildad o cobardía? Dado que posteriormente, en 1671, se le canonizó y se le hizo patrón de su ciudad natal y de la orden de los servitas, pudiera ser que San Felipe Benicio obrara bien. Y seamos francos, nos gusta este desafiante símbolo del hombre de Dios que incluye entre las cosas humanas que rechaza nada menos que la dignidad de ser vicario de Cristo. A menudo, los santos se sitúan más allá de lo aconsejable, en un extraño territorio espiritual que tiene demasiada luz para que podamos verles bien y juzgarles.
Fuente: La casa de los Satos. Un Santo para cada día. Carlos Pujol.